Una road movie anti-consumista

07.04.2011 por Alejandro del Pino

En el texto de presentación del 13 Festival ZEMOS98 se plantea la necesidad -o más bien el deseo- de no dejarse arrastrar por la "urgencia de lo nuevo", de quedarse "muy quietos, tratando de saber qué es lo que se pierde cuando el tiempo se va", de "hacer un alto en el camino para reforzar la idea de que, aún siendo pequeños microbios, formamos parte de una masa multiforme que vive en sociedad red, generando dinámicas de lo micro que abren espacios para la cultura libre y el procomún". Una reflexión política (a la vez que metodológica) en la que resuenan ciertos planteamientos del movimiento por el decrecimiento y que, en cierta medida, también está presente en el documental "Los espigadores y la espigadora", de Agnès Varda, que se proyectó durante la segunda jornada del Festival.

En este film, que obtuvo el Premio del Cine Europeo al mejor documental del año 2000, Varda viaja por distintos puntos de Francia en busca de gente que, por necesidad, por convicción moral o simplemente por curiosidad y placer, se dedica a recoger lo que la sociedad desecha: patatas que son demasiado grandes o demasiado pequeñas para las cintas transportadoras de las fábricas, yogurts y productos envasados recién caducados, electrodomésticos con alguna avería o que se han quedado anticuados, muebles y "trastos" viejos... La directora de "Cleo de 5 a 7", considerada como una de las precursoras de la Nouvelle Vague, vincula a estas personas con una figura histórica de la sociedad francesa: las espigadoras, que eran las campesinas (casi siempre se trataba de mujeres) que recogían los granos de trigo que quedaban desperdigados tras la cosecha. Una figura que retrataron artistas como Jean-François Millet, Jules Breton o Pierre Edmond Hedouin y que, como nos recuerdan algunos personajes en el inicio del filme, aún forma parte del imaginario simbólico y de la memoria colectiva de la Francia rural.

El espigueo, como tal, es una práctica que aparentemente pertenece a otra época, pero hoy, en una «sociedad que come hasta la saciedad» y que planifica la obsolescencia prematura de numerosos productos, sigue habiendo mucha gente que se agacha para recoger lo que otros han tirado o desechado. Varda sale al encuentro de estos «espigadores contemporáneos», urbanos y rurales, a quienes observa y retrata con respeto y sensibilidad, nunca con compasión y que finalmente le llevan a repensar su propia práctica artística.

Así, a lo largo del filme, aparecen diferentes personajes que explican cómo y por qué se han convertido en «espigadores». Desde un antiguo camionero que tras una serie de episodios vitales desafortunados ha acabado viviendo en una caravana, hasta un biólogo vegetariano que por la mañana vende revistas y periódicos en la estación de Montparnasse y por la noche da clases de francés en el sótano de un centro de inmigrantes de la periferia de París sin recibir ninguna contraprestación económica, pasando por artistas amateurs y profesionales que realizan sus obras con objetos y materiales que encuentran por la calle (como Bodan Litniansky, un albañil jubilado que ha construido una impresionante «torre tótem» con objetos que ha recuperado de vertederos), un grupo de jóvenes sin techo que han sido denunciados por rebuscar comida en los contenedores de un supermercado, un prestigioso cocinero que elabora muchos de sus platos con hierbas y frutos que se han quedado sin cosechar o un enérgico activista que lleva más de diez años alimentándose casi exclusivamente con cosas que halla en la basura y que asegura que nunca se ha puesto enfermo.

Varda también entrevista a un abogado que afirma que desde el siglo XVI el sistema legal francés garantiza el derecho al «espigueo» (y, en los espacios urbanos, el derecho a «recuperar» las cosas que se arrojan a la basura), siempre y cuando se haya acabado la cosecha y «se haga entre la salida y la puesta del sol». Sin embargo, muchos dueños de grandes plantaciones impiden que se pueda acceder a ellas para recoger los frutos no cosechados (dejando que éstos se pudran), con el argumento que de ese modo están protegiendo su «intereses» económicos. Es decir, están protegiendo su «derecho» a crear artificialmente una situación de escasez para revalorizar su producto, de manera similar a cómo se hace en el ámbito de la cultura.

A partir de su encuentro con estos personajes, Agnès Varda va tomando conciencia de su propia condición de espigadora (que queda ya patente en el propio título de la cinta). Y no sólo porque también ella recoja objetos desechados (una patata con forma de corazón, un reloj sin manecillas, perfecto para alguien que siente que el tiempo se le agota...), sino porque empieza a concebir su propio trabajo fílmico como un ejercicio de espigueo. «Un espigueo de imágenes, de impresiones, de emociones (...), de hechos, de andanzas, de informaciones», explica la propia Varda en una de las escenas centrales del filme.

De este modo, "Los espigadores y la espigadora", que tuvo una segunda parte titulada "Dos años después", además de un documental sobre el despilfarro en las sociedades contemporáneas (y sobre las resistencias, pasivas y activas, que se le plantean), es también un conmovedor autorretrato en el que la directora de películas como "Sin techo ni ley" (1985) o "Plages d’Agnès" (2008), donde habla de la vejez y del paso del tiempo, filma sus manos arrugadas y su pelo canoso, muestra su pasión por la pintura, visita emocionada un pequeño museo dedicado al pionero del cine Étienne Jules Marey, enseña las manchas de humedad de su casa o confiesa que cuando va en coche le gusta jugar a que atrapa con las manos los camiones con los que se cruza.

El reportaje periodístico, la reflexión metalingüística y el relato confesional se funden en una película que se puede describir como una road movie ecologista y anticonsumista y que cobra un significado especial en el contexto actual (más de una década después de su estreno), pues la crisis económica ha puesto en evidencia que es absolutamente insostenible una sociedad que convierte en «basura» todo lo que no tenga «valor de cambio». El filme de Varda nos habla de personas que de forma más o menos consciente y/o voluntaria se han rebelado contra esa lógica, reivindicando la potencialidad política y poética de la práctica del espigueo (en sus múltiples ramificaciones y derivaciones).

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